Me recuerdo desde bastante pequeño viendo el atardecer en Chachapoyas desde el balcón de la casa de mis abuelos. Viendo esa súbita transformación del cielo rasgándose de fuego, sangre, noche y quizás una que otra precoz estrella que ayudaba al paisaje a aferrarse inútilmente al día.
Si me preguntan por el color de la nostalgia, definitivamente tiene el color naranja que antecede al negro de la noche. Lo sabía el niño de entonces que, al ver la escena de la caida del cielo con la ciudad debajo, añoraba cierta tarde específica en una banca en la plaza de armas durante una juventud en algún futuro que nunca llegó y que sabía siempre que no llegaría.
La nostalgia es el color del cielo al atardecer, y lo sé ahora que desde el interior de un bus en Lima, sin mas colores que los de la gente, de manera aleatoria y en colectivo vienen a mi como avalancha recuerdos de todo tipo: el café con leche y el pan cemita, los primos a los que no se cómo convencí de que se corten a si mismos el cabello, mi tía Enma y su osito mazamorrero, entre otros muchos otros recuerdos llenos de personas queridas, que ahora mismo deben estar viviendo muchos futuros recuerdos, como estos que ahora recuerdo, que alguna vez pasaron, pero ya no volverán.
Esta no es una fotografía de una calle y un atardecer, es una fotografía mía mirándome a la cara. Este atardecer y esta calle, son un recordatorio del tiempo, de que este día y este lugar igual que muchos otros vendrán, y de que hasta el cielo se cae para levantarse al día siguiente de nuevo.
Fotografía de John Aguilar